domingo, 22 de agosto de 2010

El poema de la memoria

Tres niños islandeses en mitad de un camino en el año 1965; una mujer de Guinea-Bissau que mira a la cámara durante apenas una décima de segundo; Sei Shonagon, la escritora y dama de honor en la corte imperial de Japón en el cambio del primer al segundo milenio, autora de listas de pequeños momentos de la vida cotidiana (entre ellos, una relación de cosas que hacen latir el corazón); una pareja de ancianos que reza por la suerte de su gata desaparecida; un recorrido por los escenarios de San Francisco donde Scottie seguía a Madeleine en Vértigo; perros abandonados que juegan con el mar en la isla de Sal... Si la vida es una sucesión de instantes, aparentemente desordenada pero bajo cuya superficie creemos (o queremos) percibir un significado, Sans soleil es la película que mejor refleja la vida y que más se esfuerza por identificar una pauta que le otorgue un sentido. "No recordamos: reconstruimos la memoria de la misma manera en que reconstruimos la historia", dice el misterioso narrador de esta obra maestra de Chris Marker.
Sans soleil tiene ya casi treinta años, pero continúa siendo el mejor ejemplo que se me ocurre de un cine libre, moderno y al mismo tiempo reflexivo y emocionante. Cuando me veo obligado a definirla con una palabra a veces no puedo evitar caer en la simplificación: es un documental. Pero realmente no es eso: es un ensayo cinematográfico, es un poema fílmico (pues está llena de esas iluminaciones y esos fogonazos que son propios de la poesía) y es, sobre todo, una invitación a pensar en las cosas que hacen latir nuestro corazón y a elaborar con ellas nuestra propia lista. Como todo el cine de Marker, es un viaje alrededor de la memoria y de los mecanismos que la sostienen.
Partiendo de la imagen de los niños islandeses (la imagen de la felicidad, según el narrador, en realidad el propio Marker), Sans soleil encadena recuerdos dispersos, momentos distantes en el tiempo y el espacio, hasta sacar a la superficie el hilo casi imperceptible que los une. Y lo hace con una cadencia más cercana a la de la música o a la del callejear sin rumbo fijo (uno de los grandes placeres de la vida, según este narrador) que a la del relato cinematográfico tradicional. Los puntos más alejados del planeta y las culturas más opuestas se unifican en la memoria y se enriquecen con la mirada y las emociones de quien los ha vivido. En este proceso, nos dice Sans soleil, nada nos es ajeno. Hasta los propios objetos (esos gatos de la suerte o esas muñecas rotas) forman parte inseparable de nosotros, podemos sentirlos y hasta ponernos en su lugar, en lo que el antropólogo Levi-Strauss describió, refiriéndose a la cultura japonesa, como la impresión dolorosa de las cosas.
De este paseo por la memoria no está excluida la banalidad. Todo lo contrario. Marker es consciente de que, por la razón que sea, las imágenes que acuden una y otra vez a nuestra mente, y que nunca nos abandonarán, son indiscutiblemente triviales, carentes de trascendencia. Si pudiéramos programar la memoria como si fuera una máquina, quizá almacenaríamos sólo aquellos momentos que han tenido alguna importancia en nuestras vidas. Pero como no es así, como no podemos controlar los resortes que permiten fijar un instante, en el recuerdo convive lo trascendental (nacimientos, muertes, amores, desengaños) con lo, en principio, insignificante (un cubo lleno de algas, arena y agua de mar, una mano que se detiene sobre una rodilla durante un segundo más de lo esperado, gotas de lluvia que bajan y se cruzan unas con otras en la ventanilla de una guagua escolar...). Son momentos suspendidos en el tiempo, cuya única función parece ser convertirse en recuerdos.
Aunque no siempre en primer plano, la música está muy presente en Sans soleil, que no en vano toma su título de un conjunto de canciones para piano de Mussorgsky. Marker reconoce así el incomparable poder de evocación de la música: las canciones se adhieren a las imágenes y los momentos como si fueran una grapa que puede cubrirse de herrumbre, pero que en ningún momento se desprende. Escucho Simple twist of fate, de Bob Dylan, y estoy en mi habitación en una tarde anodina de mis diecisiete años. El piano de Kenny Barron y el contrabajo de Charlie Haden se alzan suavemente sobre un rumor de copas y de conversaciones y me encuentro sentado junto a una cristalera, y en ese momento suena el teléfono. Suenan los primeros acordes de El pianista del gueto de Varsovia, de Jorge Drexler, y conduzco por las carreteras de La Gomera, con el brazo ardiendo de calor fuera de la ventanilla. Otras canciones (escuchadas hace un año, un mes o un día) se van sumando a este archivo personal, y, cuando la memoria de los momentos vividos se apague, serán lo único que permitirá recuperarlos.
Como sucede tantas veces, la casualidad nos sale al paso para iluminar las cosas. Cuando pensaba en Sans soleil, me topé con unos poemas en prosa del mexicano Jaime Sabines, y leí: ¿Es que hacemos las cosas sólo para recordarlas? ¿Es que vivimos sólo para tener memoria de nuestra vida? Porque sucede que hasta la esperanza es memoria y que el deseo es el recuerdo de lo que ha de venir.
(Sans soleil puede encontrarse en una caja de dvd editada por Intermedio en 2007 -llego tarde, como de costumbre- que contiene parte de la obra de Chris Marker y trabajos de otros creadores relacionados con él).

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