martes, 17 de agosto de 2010

Abbey

El titular se repite invariablemente cada vez que muere una cantante de jazz nacida en la primera mitad del siglo pasado: Desaparece una de las últimas grandes damas del jazz. El reciente fallecimiento de Abbey Lincoln, pocos días después de cumplir los ochenta años de edad, ha sido una ocasión idónea para desempolvar el tópico, que en este caso, además, tiene mucho de verdad.
Cuando inició su carrera, a mediados de los cincuenta, las grandes figuras que la precedieron (Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan o Carmen McRae) eran aún jóvenes; compartió escenario y grabaciones con instrumentistas legendarios como Max Roach (con quien estuvo casada) o Sonny Rollins; se involucró hasta el fondo en la lucha por la igualdad de razas (un aspecto que en algunas reseñas necrológicas ha sido más destacado que la propia música); y fue un eslabón imprescindible de la cadena que va desde Billie Holiday a Cassandra Wilson y que representa el lado más doliente y racial de la historia del jazz vocal.
Abbey Lincoln heredó de Holiday la dicción pausada y el timbre ligeramente quejumbroso. Parecía paladear hasta el extremo el sentido de las palabras que pronunciaba y ser consciente de que la música es, ante todo, comunicación. Puede que esa fuera la razón de que, en el último tramo de su trayectoria y, sobre todo, a partir de la década de los ochenta, finalizada su fase más puramente política, recuperara su interés por la canción, el apego por la melodía y el interés por el significado, y con ello ofreciera algunos de los mejores momentos de su carrera.
Podría terminar diciendo descanse en paz, pero prefiero volver a escuchar First song, Throw it away o Avec le temps.

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